Cartomagia
René Lavand, el hombre detrás de la baraja
Cautivó al mundo con su magia. Fue ídolo y referente de grandes artistas y magos. Aunque no nació en Tandil, desde un primer momento se sintió un tandilense más. Su historia, su accidente y sus primeros pasos en los escenarios.
“Soy un ser humano de carne y hueso, como todos ustedes, que pudo superarse en un determinado momento de la vida, y si hago un balance a los 86 años, alguien que logró lo que jamás soñó: caminar cinco continentes con esos pintados talismanes de cartón, como les decía Jorge Luis Borges a las cartas”. Así se definía a sí mismo el gran ilusionista argentino René Lavand.
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Nació en la Ciudad de Buenos Aires el 24 de septiembre de 1928 y al poco tiempo, cuando solo tenía siete años, se mudó junto a su padre –zapatero por oficio- y su madre –maestra de escuela- a Coronel Suárez.
“A raíz de malos negocios de mi padre y en busca de un porvenir, dejamos Buenos Aires y fuimos a vivir a Coronel Suárez en 1937”, recordó el propio Héctor René Lavandera en su libro “Barajando recuerdos: memorias de un ilusionista”.
Allí vivió hasta los 14, cuando su familia volvió a emigrar, esta vez a Tandil, ciudad que lo cobijó y en la que vivió el resto de su vida hasta que falleció, el 7 de febrero de 2015, a los 86, en la Nueva Clínica Chacabuco de Tandil, donde estaba internado porque sufría una insuficiencia respiratoria.
Su amor por la ciudad y su reconocimiento a nivel mundial hicieron que en el jardín municipal lo inmortalizarán con una estatua.
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Su vida estuvo marcada por un accidente que sufrió a los 9, en el que perdió parte de su brazo. No obstante, lejos de verlo como un obstáculo, eligió encontrar en ello una oportunidad y halló en el ilusionismo una pasión.
“Durante cinco años viví en Coronel Suárez; allí entré en la adolescencia, compartiendo la vieja escuela Sarmiento con los compañeros de la primaria, algunos de ellos, amigos. Y con ellos: baleros, payanas y bolitas. No precisamente vóleibol, por razones obvias; o quizás el subconsciente me frenaba para no perder un minuto ni un ápice de esfuerzo en encontrar la manera de jugarlo. Ese tiempo y ese esfuerzo, parecían ya estar destinados a otras ansias: ¡ser ilusionista!”, recordaba.
De tanto en tanto, contaba, repetía el único juego de cartas que sabía cuando su padre le pedía que lo hiciera en alguna reunión, “pretendiendo hacer gala con el nene”. Sin embargo, con el pasar de los años, se dio cuenta que lo que en realidad buscaba su padre, más que su exhibicionismo, era su rehabilitación.
“Les estoy muy agradecido al doctor Patané, quien salvó mi brazo, y a mi padre que curó mi alma. Sólo una cosa lamento: ambos se fueron sin ver cicatrizadas mis dos heridas”, reconoció en sus memorias.
Cumplidos los catorce años y, “por razones de la vida misma”, él y su familia se radicaron en Tandil y comenzó el bachillerato en la Escuela Normal Mixta.
Sus inicios en la cartomagia
Durante los primeros cinco años en Tandil no tuvo progreso alguno en lo que luego se transformaría en su profesión artística. Continuaba con aquel único juego de naipes que había aprendido.
Sin embargo, con el correr del tiempo comenzó a notar que ese viejo truco iba creciendo poco a poco y que lo podía perfeccionar. Pero, para ello, necesitaba alguien con quien compartirlo, y ninguno de sus amigos tenía conocimientos en el tema como para intercambiar ideas.
“Hasta que un buen día conocí a alguien de mi edad, alguien a quien le encantaba el tema y practicaba ese arte desde hacía años: Leonardi... Recuerdo que el día que le conocí en una esquina céntrica, me deslumbró con cuatro pases de bolas que se multiplicaban en sus manos. Me llevó a su casa y me maravilló con varias cosas más: dominaba muy bien las claves mnemotécnicas de objetos y palabras y, generosamente, me enseñó lo que era todo eso”, contó Lavand.
Aquella jornada en la que todo parecía alegría, la decepción no tardó en llegar. Su nuevo compañero le obsequió un libro en el que encontró volcadas todas las ideas que creyó que él había inventado: “Cartomagia”, de J. Bernaty E. Fábregas.
“Como primera reflexión posterior a esa lectura, otra decepción más: de nada me servían las técnicas clásicas de sus autores: ¡¡Ellos tenían dos manos!! Hoy me doy cuenta que en ese momento era evidente lo que expresé anteriormente: no podía ser uno más, debía ser distinto, crear mis técnicas, hacerme autodidacta. Pero tardé muchos años en descubrir que, lejos de ser una contra, ello sería una ventaja”, escribió en su libro.
Su padre había fallecido y su madre, preocupada por su futuro al verlo todo el día con la baraja le recomendó estudiar alguna carrera o conseguir algún trabajo. Al tiempo, con poco más de 20 años, y quizá para complacerla, ingresó como empleado en el Banco Nación.
“Mis diez años en aquella institución, arrancaron dos opiniones controvertidas sobre mi eficiencia en el trabajo: la del público, que viéndome manejar los papeles y escribir a máquina me admiró profundamente; y la del gerente, mi amigo Carlos Altube: ¡En la historia del Banco desde su fundador Don Carlos Pellegrini a la fecha, nunca debió existir un empleado peor que yo! En un rincón de mi escritorio, escondía una baraja y, en un rincón de mi alma... ¡muchos sueños!”, confesó en su libro.
Comenzó a trabajar como profesional en 1960, luego de ganar un concurso. Son recordadas sus actuaciones en los teatros Nacional y Tabaris, en la calle Corrientes. Su magia llegó a millones de personas a través de la televisión, en Argentina y en el mundo. Fue invitado de honor en El Show de Ed Sullivan, en la TV estadounidense, y en The Tonight Show, de Johnny Carson. También actuó en vivo en Nueva York y en Las Vegas. En la Argentina fue figura en programas como El show de Pinocho, con Juan Carlos Mareco, y en Sábados circulares, de Nicolás Mancera. También tuvo su propio ciclo: Mano a mano con René Lavand.
De hecho, el propio David Copperfield se declaró su “fan” cuando estuvo en la Argentina y el prestidigitador español Juan Tamariz Martel lo definió como “poeta de las cartas”.
La atracción de su espectáculo radicaba en dos cosas: la forma de superar su discapacidad y las historias, escritas mayoritariamente por sus amigos Rolando Chirico y Ricardo Martín, que contaba en sus presentaciones, donde manejaba expresivamente la pausa y el silencio como recursos.
El accidente
“Sí, fue un accidente el que determinó definitivamente, mi sendero a tomar. Es como que a él le debo todo: mi personalidad definida, mi carrera artística, mi éxito en el mundo...”, supo confiar René Lavand. De cualquier forma, siempre aclaró que no por eso llegó su éxito como prestidigitador con una sola mano.
“De ese accidente surgió un paranoide. Y de la lucha larga, dura, permanente a la que impulsa un deseo de superación quizás desmedido, surge un estilo dentro de la especialidad artística”, completó.
A los veinte días de haber llegado y de haberse instalado en Coronel Suárez, su padre reinició sus tareas de comerciante y René las de colegial ingresando a la Escuela Sarmiento para terminar de cursar segundo grado. Todo resultaba nuevo para él: el ambiente pueblerino, la nueva maestra, diferentes compañeros...
Pero el destino tenía preparado un plan para él. Uno drástico y cruel. En plena adaptación, cuando todo marchaba bien, un episodio lo obligó a cambiar cosas impensadas, como la mano para escribir. Tuvo que arreglarse el resto de su vida con un solo brazo, el izquierdo.
“Era carnaval... Jugábamos los nuevos amigos cuando fui atropellado por un auto que, con su rueda delantera izquierda, me amputó contra el cordón de la acera parte de mi antebrazo derecho”, rememoró Lavand.
El doctor Salvador Patané, con paciencia y profesionalismo, logró curar su herida y salvarle el resto de su miembro.
